Por: Patricia Karina Vergara Sànchez
Soy lesbiana y estoy escribiendo sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Se me ha dicho en distintas ocasiones que no me corresponde hablar de este tema porque mis prácticas sexuales no me ponen en peligro de un embarazo no deseado. Sin embargo, ese supuesto es un mito. Soy lesbiana y he abortado. Aborté siendo muy joven y vulnerable, aborté en una época y lugar que me obligaron a la clandestinidad. A pesar del riesgo vivido, no me arrepiento. No viví el síndrome post-aborto del que hablan algunos textos conservadores, tampoco quedé estéril, ni he muerto, no fui al infierno y no atormentan mis noches los rostros de niños no natos de las imágenes chantajistas de los carteles que los militantes anti elección cuelgan en los puentes del Periférico. Sin embargo, soy consciente de que fue un procedimiento que viví en condiciones de mucho miedo ante lo desconocido, con maltrato médico y con angustia económica y sé que no quiero que vivan esas condiciones injustas otras mujeres, si tienen que someterse a un procedimiento similar.
Si bien es cierto que las realidades de las mujeres en este país son complejas y diversas y que somos mucho, mucho más allá que meramente objetos cosificados, que senos, nalgas, piernas que parecen ser lo que se utiliza para comerciar con nuestras imágenes y más que aquellos úteros que parecen preocupar tanto para su tutelaje a clérigos y ciertos estadistas; cabe el preguntarse sobre lo que pasa concretamente con nuestros cuerpos y cuál es la razón por la que la vigilancia sobre éstos resulta tan relevante que ocupa un debate constante en los medios de comunicación y que en la práctica determina la vida de tantas de nosotras, porque somos innumerables las que hemos vivido en propia piel el costo que las mujeres tenemos que pagar por querer elegir, por desear, por proponer.
Las lesbianas que deseamos vivir la maternidad en nuestros cuerpos en este país, podemos hacerlo sólo si tenemos las posibilidades económicas para ello, ya que nos vemos obligadas a pagar altas cantidades de dinero para tener acceso a las técnicas de reproducción asistida, pues el Estado, tan ocupado en regular la maternidad de unas, se niega a mirar hacia otras maternidades. Así mismo, cuando ya vivimos la maternidad, constantemente pagamos en lo emocional cuando el entorno se toma la atribución de pretender llamarnos a cuentas por el desfase de ser madres y lesbianas al que nos hemos atrevido.
También, por desgracia, sigue ocurriendo que en pleno 2010, lesbianas seamos agredidas, abusadas, golpeadas, aisladas o discriminadas por ejercer nuestra preferencia sexual. [1]
Es este es uno de los puntos clave de coincidencia entre mujeres heterosexuales y no heterosexuales, el estar inmersas en una cultura de castigo sobre y por los cuerpos femeninos. Ya sea por buscar el parir, por buscar el no parir, por utilizarlo para el disfrute y el placer, incluso por reconocer el cuerpo como propio.
Es interesante observar lo que ocurre con los cuerpos que al nacer presentan genitales femeninos, el cómo a partir de ellos se crean los cimientos que sostienen al sistema dominante. Basta encender el televisor, pulsar el acceso a Internet o pararse frente a un puesto de revistas, ventanas por excelencia del mundo contemporáneo, para recibir un inmediato bombardeo en donde priman dos tipos recurrentes de imágenes: Por una parte, la nota roja, con su baño cotidiano de sangre, muerte y dolor pasteurizado, normalizado. Por otra parte, cuerpos de mujeres expuestos semidesnudos como elemento decorativo, publicitario o como modelo a seguir, ideal a alcanzar para otras mujeres. Si tomamos en cuenta el que muchos de los cuerpos presentados en los hechos sangrientos mencionados líneas arriba, son también cuerpos femeninos, pueden llegar a dar la impresión de ser el mismo �producto�, solamente con distinta presentación.
Miremos alrededor como...
Continua en...
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